Elizabeth go home decía el cartel en el aeropuerto de Miami.
Uno cree que los americanos son más organizados que nosotros, pero no. El check in tiene tres pasos, como tres pelos tiene la barba de Gaby, Fofó y Miliki.
Primero :vas a la computadora y pasas tu pasaporte mil cuatrocientos treinta y cinco veces para que el lector de código de barra te lo lea. Segundo: como en la vez mil cuatrocientos treinta y seis te está por agarrar un soponcio, llamás a la empleada de American Airlines para que te asista. No puede porque hay otros doscientos setenta y ocho pasajeros en la misma situación que vos. O sea, todos a punto de romper el aparato de mierda ése. Y tercero: una vez que lograste ser leída por el escáner, hacés malabarismos con tu pasaporte, con tu pasaje para ver cuál era el número de vuelo, y decidís si querés cambiarte de asiento, la máquina diabólica te escupe los tickets que tenés que pegar en tus valijas, que salen volando cuál cañitas voladoras y vos atrás de ellos.
Después vas a despachar las valijas. Nota para recordar en futuros viajes: llevar pastillita anti-compra compulsiva, para no tener que pagar exceso de equipaje.
Debería haberme hecho una selfie acarreando las dos valijas y los dos bolsos de mano, con el pasaporte en la boca, como si fuése el cuchillo de Rambo.
Vas a preembarque. Puerta 30. ¿Está lejos la puerta 30? Preguntás como una boluda. No, turn to your left and there it is.
¡There it is tu abuela! ¡¡Esto es territorio yanqui y todo queda lejos!! Miami es grande en toda su dimensión. La puerta 30 queda al fondo a la derecha detrás del baño de hombres.
Llegás ahí sacando los bofes, porque tu bolso no tiene rueditas y tu cartera, más que cartera es un baúl pirata, porque vos sos compradora compulsiva y no pudiste resistir a último momento de comprarte 44 corpiños a 5 dólares cada uno.
Y ahí te preguntás ¿llegará el día en que pueda viajar sin dislocarme el hombro? ¡¡Ayuda!!¡Traumatólogo a la izquierda por favor!
Subimos al avión. Otra vez yo y mi otro yo. No puedo viajar sin ella, me faltaría una parte.
27 H, último contra el baño del pasillo. Hasta el momento la cosa viene bien porque tu compañero de asiento no aparece. Pensás, ¡qué grande voy a poder dormir estirada! Nop. Llega el tipo que mide alrededor de 1,99 y medio. Vos tenés el pasillo, él la ventanilla. Antes que te des cuenta, el pibe se tira a dormir en diagonal. Tus piernas no son largas, pero no andás muy erotizada como para bancarte el contacto con un señor que sin ser tu marido, ocupa tu espacio aéreo.
Calzás antifaz, tapones para los oídos, placa antibruxismo y te tapás hasta el cuello. Previo rezo del viajero y encomendarte a tu padre que te cuide desde el cielo.
Despegamos, y a pesar del pastillaje, a las dos horas, te despertás porque el avión se mueve como batidora eléctrica. Y sucede lo tan temido. Ataque de pánico. Me duele el pecho, me pincha el brazo, tengo palpitaciones y la inevitable pregunta de: ¿qué necesidad tengo yo de estar ahora en un avión? Me quiero bajar. ¡Paren los motores y abran la puerta que me quiero bajar!¡ Bueno, no paren los motores porque nos caemos, y no abran la puerta porque nos volamos! Todo esto con los ojos tapados aún, porque no vaya a ser que si me saco el antifaz, me muera. Así, casi sin ver, sólo espiando, me agacho y saco bolsita con medicación. ¡Andá a encontrar el Rivotril sublingual, a diez mil pies de altura, a las dos de la mañana, con el avión a oscuras! No sé si me tomé el Rivo o la Aspirina Prevent que son iguales.
Va enésimo cuarto sublingual y al rato empezás a sentirte como Bob Marley. ¡Má sí! ¡Que se mueva! ¡Bamboleémonos al compás de los pozos de aire! Paz y amor. Y tu pensamiento recurrente es: y bueno, ya estoy acá, si esto se cae que se caiga ¿qué es lo peor que me puede pasar? ¿Morirme? Y bueno! De algo hay que morirse! Y te dormís.
Te dormís es una manera de decir, porque a vos las drogas son como pomada para hemorroides en el ombligo. Ya nada te hace efecto. Escuchás a cada pasajero que va al baño, al que tenés pegado al oído a pesar de los tapones.
Pasan las azafatas con el desayuno. Te tiran un café con leche con una medialuna. Nota mental: American Airlines, o bajá la tarifa o dame un desayuno como la gente.
Llegamos a destino. El capitán habla español como yo bengalí. No sabe aterrizar muy bien, me mueve mucho las alas. Tiene el sindrome del pájaro.
Tocaste tierra, y como no sos goy, no vas a hacer la gran Papa y besar el suelo. Pero respirás aliviada que llegaste viva y no abducida por extraterrestres como el vuelo de Malasyan Airlines.
Cuando intentás pararte del asiento, te das cuenta que los 250 mg de ansiolíticos empiezan a hacer su efecto, y te preguntás ¿me dejarán quedarme a dormir un ratito más acá adentro?
Como una zombie enfilás para la aduana, y no te da ni para mentir porque se te traba la lengua gracias a toda la pasta que llevás encima. Raro que no me traigan los perros para detectar droga, pero que me dejen pasar los 789 kg extra de equipaje sin preguntarme nada.
Con ataque de pánico, pasta y semi dormida, apenas bajás del avión, empezás a planificar tu próxima aventura en solitario.
Europa, allá vamos!
Llegás ahí sacando los bofes, porque tu bolso no tiene rueditas y tu cartera, más que cartera es un baúl pirata, porque vos sos compradora compulsiva y no pudiste resistir a último momento de comprarte 44 corpiños a 5 dólares cada uno.
Y ahí te preguntás ¿llegará el día en que pueda viajar sin dislocarme el hombro? ¡¡Ayuda!!¡Traumatólogo a la izquierda por favor!
Subimos al avión. Otra vez yo y mi otro yo. No puedo viajar sin ella, me faltaría una parte.
27 H, último contra el baño del pasillo. Hasta el momento la cosa viene bien porque tu compañero de asiento no aparece. Pensás, ¡qué grande voy a poder dormir estirada! Nop. Llega el tipo que mide alrededor de 1,99 y medio. Vos tenés el pasillo, él la ventanilla. Antes que te des cuenta, el pibe se tira a dormir en diagonal. Tus piernas no son largas, pero no andás muy erotizada como para bancarte el contacto con un señor que sin ser tu marido, ocupa tu espacio aéreo.
Calzás antifaz, tapones para los oídos, placa antibruxismo y te tapás hasta el cuello. Previo rezo del viajero y encomendarte a tu padre que te cuide desde el cielo.
Despegamos, y a pesar del pastillaje, a las dos horas, te despertás porque el avión se mueve como batidora eléctrica. Y sucede lo tan temido. Ataque de pánico. Me duele el pecho, me pincha el brazo, tengo palpitaciones y la inevitable pregunta de: ¿qué necesidad tengo yo de estar ahora en un avión? Me quiero bajar. ¡Paren los motores y abran la puerta que me quiero bajar!¡ Bueno, no paren los motores porque nos caemos, y no abran la puerta porque nos volamos! Todo esto con los ojos tapados aún, porque no vaya a ser que si me saco el antifaz, me muera. Así, casi sin ver, sólo espiando, me agacho y saco bolsita con medicación. ¡Andá a encontrar el Rivotril sublingual, a diez mil pies de altura, a las dos de la mañana, con el avión a oscuras! No sé si me tomé el Rivo o la Aspirina Prevent que son iguales.
Va enésimo cuarto sublingual y al rato empezás a sentirte como Bob Marley. ¡Má sí! ¡Que se mueva! ¡Bamboleémonos al compás de los pozos de aire! Paz y amor. Y tu pensamiento recurrente es: y bueno, ya estoy acá, si esto se cae que se caiga ¿qué es lo peor que me puede pasar? ¿Morirme? Y bueno! De algo hay que morirse! Y te dormís.
Te dormís es una manera de decir, porque a vos las drogas son como pomada para hemorroides en el ombligo. Ya nada te hace efecto. Escuchás a cada pasajero que va al baño, al que tenés pegado al oído a pesar de los tapones.
Pasan las azafatas con el desayuno. Te tiran un café con leche con una medialuna. Nota mental: American Airlines, o bajá la tarifa o dame un desayuno como la gente.
Llegamos a destino. El capitán habla español como yo bengalí. No sabe aterrizar muy bien, me mueve mucho las alas. Tiene el sindrome del pájaro.
Tocaste tierra, y como no sos goy, no vas a hacer la gran Papa y besar el suelo. Pero respirás aliviada que llegaste viva y no abducida por extraterrestres como el vuelo de Malasyan Airlines.
Cuando intentás pararte del asiento, te das cuenta que los 250 mg de ansiolíticos empiezan a hacer su efecto, y te preguntás ¿me dejarán quedarme a dormir un ratito más acá adentro?
Como una zombie enfilás para la aduana, y no te da ni para mentir porque se te traba la lengua gracias a toda la pasta que llevás encima. Raro que no me traigan los perros para detectar droga, pero que me dejen pasar los 789 kg extra de equipaje sin preguntarme nada.
Con ataque de pánico, pasta y semi dormida, apenas bajás del avión, empezás a planificar tu próxima aventura en solitario.
Europa, allá vamos!