Hay días, como hoy, grises, en los que te falta el sonido.
Hay otros, en los que el silencio es ensordecedor.
Después están esos, que te desesperan por el sinnúmero de pequeñas ausencias sonoras.
Pero todos los días, sin falta, se oye el murmullo de la luz.
Salís; porque descubriste que lo que más te gusta en la vida, es manejar.
Y en un día como hoy, donde los ruidos cotidianos gritan de dolor, te subís al auto y manejás sin rumbo.
No tenés a dónde ir. Sólo dejás que la inercia te lleve.
Tomás la avenida, girás en la rotonda. Seguís derecho como si supieras a donde vas, pero no.
Luego doblás a la derecha para volver a doblar una vez más.
Das una vuelta, no reconocés nada.
Seguís. Ahora girás a la izquierda. No sabés muy bien porqué, porque estás yendo sin mirar.
Tus ojos están fijos en la calzada. Podés hacerlo porque la ciudad está desierta.
Estás sólo vos.
Ponés el guiño izquierdo, aún cuando no viene nadie detrás tuyo, ni adelante y girás.
De pronto, a lo lejos, ves la que fuera tu casa por cuarenta años. Parás. La mirás. Llorás.
Hay días como hoy, grises, en los que me faltan sus voces.