miércoles, 27 de septiembre de 2017

Adeu y benvinguda la República

Barcelona anda un poco agrietada. Entre los independentistas y los españolistas,  nos daba la sensación de estar en casa con los k y los pro.
Así encontramos a Barcelona, tras un año de ausencia. Mucha marcha por el sí, mucha discusión callejera y mucha muchedumbre muchedumbreando, o sea, mucho turista dando vuelta.
Los catalanes quieren la independencia tanto de España como del turismo. Están hartos de vernos, de responder nuestras preguntas geográficas y existenciales. Se quieren separar del Rey y del mundo entero. Calculamos que dentro de no mucho, terminarán pidiéndole a Trump las piedras que le sobren del muro de México. Eso sí, nosotras no te sabemos si volveremos o no. Dependerá de si nos piden visa para entrar a la República de Cataluña. Algo del idioma ya cazamos. Aprendimos a decir: carrer, benvinguda, avinguda, Ferrán, Adriá y patatas. Al principio nos costaba eso de la butifarra, pero finalmente dejamos de reírnos al pensar en ella.
Nuestra semana transcurrió muy tranquila, entre paseos, comida, amigos, comida, compras, comida.
Dos cosas se han modificado notablemente en este último viaje. Una, las papilas gustativas y dos, nuestros gemelos. La primera porque hemos llevado a nuestra boca, cosas que jamás creímos que llevaríamos. No pregunten qué...menos eso, todo.
Y la otra, menos mundana y sibarita, son nuestras pantorrillas. Llegamos con piernas más o menos femeninas, y nos vamos con las pantorrillas de Schwarzenegger.
Hemos descubierto que las zapatillas no muerden. Hasta nos hemos hecho amigas. No vamos a ningún lados sin ellas.
Despidiéndonos de la  Barcelona que amamos, nos dirigimos a una Valencia desconocida aún. 
Tras un plácido viaje de tres horas, en las que nos tocó un marido de cien años, que dormía y no nos dejaba pasar para ir a mear, logramos bajarnos del tren con las veinte toneladas de adoquines que tienen nuestras maletas, sin caernos.
Taxi hasta el hotel, y como era de esperarse, nos tocó un conductor verborrágico. Que porqué habíamos elegido el hotel en esa zona, que había prostitutas, que a menos que quiera que le paguen no se siente en esa plaza, que no tomemos taxis con paquistaníes, que siempre, siempre, recuerde la dirección de su hotel, pero eso sí, que Valencia es muy segura.
Tras la diatriba taximetril, encaramos la ciudad.
Encontramos nuestro quincuagésimo sexto lugar en el mundo donde podríamos vivir. Mezcla lo antiguo con lo moderno de una manera impecable.
Nos encaminamos hacia el Museo de la Cerámica, para descubrir que hubiésemos querido ser la Marquesa de Dos Aguas para vivir en ese palacio, que hoy alberga el museo.
Después de recorrerlo de punta a punta, nos fuimos a calmar nuestros pensamientos pecaminosos a la Catedral. Allí descubrimos que los valencianos veneran un brazo disecado de un mártir, cosa escalofriante, con perdón de los creyentes.
Mientras dábamos vueltas observando los frescos y las tallas de alabastro, no pudimos dejar de escuchar el llanto de un niño. El bebé en cuestión, lloró desde que entró hasta que se fue, por lo que dedujimos que era el anticristo, reencarnado en un bello crío de pecho. Huímos lo más rápido que pudimos, no fuera a ser que al pibe le empezara a girar la cabeza, y como ya se sabe, nosotras somos impresionables.
Dejando a Demian atrás, seguimos pateando callejuelas hasta el anochecer. Probamos la famosa paella valenciana, y nos quedamos con la fideua de Javier.
Ya agotadas, y con las advertencias de nuestro taxista amigo, nos desplomamos en una cama de dos por dos. Solas. Mañana será otro día.

España =6 , Francia= 1