Y llegamos a Chicago tras un vuelo de dos horitas en el que dormimos mejor que en los últimos veinticinco días. Estamos empezando a descubrir la dosis exacta para drogarnos sin que migraciones la detecte.
La ciudad de los vientos, nos recibió con calor y humedad. De viento, nada. Hermosa arquitectura, un río Michigan verde esmeralda, que nada tiene que envidiarle a nuestro amarronado Río de la Plata. El caso sería a la inversa. Que es directamente proporcional, cómo nos enseñaron en el colegio.
El hotel era del estilo del de Boston. Grande. Muy grande. Con gente. Mucha gente.
A diferencia del inodoro de Northampton, acá teníamos un baño gigante, en el que para ir hasta el trono, debíamos caminar media cuadra.
Alguien que nos explique esto. Teniendo un baño de ese tamaño ¿por qué mierda no ponen un bidet? De jodidos nomás…
Seguimos con el conflicto de toallones. En cualquier momento ponemos una fábrica y nos llenamos de guita…o no…qué se yo…
Los porteros tampoco te abrían una puerta ni a palos, con lo cual dedujimos que tienen un SUTHER yanqui con un Víctor Saint Mary. Se rascan el orto pero cobran como presidentes.
Más allá de ellos, la atención del resto era buena.
Sigamos con Chicago…
Para apreciar la ciudad, te recomendamos llevar un antiinflamatorio en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Mucho mirar para arriba. Los edificios son todos alucinantes y no querés perderte ninguno. O como nosotras, que igual nos perdimos para ser coherentes con el resto de nuestros viajes.
Hicimos el tour arquitectónico en un barco por el río y aunque no le entendimos una goma al guía, valió la pena.
Nos animamos a la ex Torre Sears, hoy Willis Tower, que no tiene nada que ver con Arnold y su -¿de qué estás hablando Willis?- y subimos hasta el piso 103.
El ascensor habrá tardado alrededor de un minuto y medio en llegar mientras te iba hablando la misma señora del GPS: en este momento estamos llegando al piso 40; ahora estamos a 250 metros de altura, en pocos segundos llegaremos a los 350 metros, y luego a los 400, mientras nosotras le rezábamos a todos los dioses, a Jehová, Buda Mahoma , Zeus, Eros y a Hermès que le pedíamos una cartera, para que el ascensor dejara de bambolearse y se detuviera suavemente en el piso 103.
Llegamos, recorrimos, y nos tocó el turno de salir al balcón vidriado, con cerramiento reforzados, obvio.
Decinos en qué momento tuvimos la brillante idea de ir ahí? ¿Con qué necesidad?
La encargada de hacernos pasar nos decía: un poco más atrás misis, y nosotras, más atrás las pelotas nena, vení vos acá! Un poquito más misis que la cámara de fotos está allá arriba y así la puede tomar bien. ¿Qué nos va a tomar?¿Las medidas para el cajón por el infarto que estamos teniendo?
En esos treinta segundos que duró nuestra valentía, nos pasó toda nuestra vida delante de los ojos, mientras nos preguntábamos ¿qué hacemos acá? ¿Y si viene otro avión como el 9/11? ¿Cómo salimos? ¿Dónde está el Rivotril? Pablo!!!!
Acto seguido nos fuimos.
Honestamente ese no fue nuestro único acto de arrojo del día .
Al salir de Willis Tower, decidimos ir a conocer la casa/estudio de famoso arquitecto Franklin Lloyd Wright. Como no nos animamos al tren, bondi y subte, llamamos un Uber.
Viene Terrence, y nos dice ¿usted está segura de que quiere ir ahí? Channn.
¿Si, por qué? respondimos.
Porque quizás está cerrado, sugiere Terry. A esta altura más valía que lo llamáramos así, porque nuestro siguiente pensamiento fue: estamos yendo por la ruta a vaya a saber dónde, con un tipo que no conocemos, en una ciudad extraña, lejos de casa y creemos que corremos el riesgo de ser violadas, asesinadas y tiradas a un costado de un descampado.
No, porque nosotras para pensamientos positivos no nos andamos con chiquitas.
Más aún cuando el señor se ofreció gentilmente a hacernos un mini tour por el barrio a ver las otras casas construídas por Wright. Bah, en realidad, después del tour descubrimos que era eso lo que nos había ofrecido de onda, y no que nos quería asesinar.
Nos despedimos de Terrence ¿muy agradecidas?, no sabemos, pero vivas y con el himen intacto.
Recorrimos la casa de Wright, aprendimos algunas cosas y también nos enteramos de sus maradoneadas. A veces es mejor no saber el lado oscuro de los genios.
Decididas a volver a la ciudad como habíamos venido, llamamos otro Uber. No, porque a nosotras nadie nos gana de tozudas.
Esta vez vino Darwin. Un mastodonte afroamericano, que así como subimos a su auto, nos empezó a contar vida y obra. Comenzó diciendo que esa noche se iba a Israel, porque hacía scouting para un equipo de básquet de la NBA. Los Chicago Bulls. Ok, pensamos nosotras, nos está contando la última película de Adam Sandler. Lo dejamos seguir hablando. Prosiguió su relato, contando que además hacía ocho años que estaba rehabilitado de su adicción al juego y que había decidido que esa plata la iba a destinar a hacer el bien. Así que erigió un hogar para chicos del barrio donde el había nacido, a quienes les falta una figura paterna/materna.
Que Shaquille O’Neal y Michael Jordan le habían dado un palo verde cada uno, Apple le había donado no sé cuántas computadoras y el municipio de Chicago le había vendido el terreno por un dólar. Hasta ahí nosotras pensamos, ah reee, con quien te creés que estás hablando? Somos argentinas hermano, venimos del país del chamuyo!
Hete aquí que Darwin peló fotos con los niños, con Jordan y O’Neal y las noticias en los diarios que su hija había entrado en la liga profesional de básquet femenino.
-¿Está sola en Chicago? ¿Tiene amigos acá?-pregunta.
-Estamos solas, no conocemos a nadie.- respondimos.
-Desde ahora usted es mi amiga! dice ese oso gigante con el que ya nos habíamos encariñado.
- De ahora en más cuando vuelva a Chicago, me avisa y mi señora y yo la vamos a sacar a pasear!
Casi nos abalanzamos al asiento de adelante para abrazarlo, pero nos contuvimos.
Llegamos al hotel con un nuevo amigo al que seguramente no veremos nunca más porque así es la vida del turista.
Tras una semana en Chicago, volamos a NY para nuestro último tramo del viaje.
Chicago= 1, Uber=1 , Toallones= 0