martes, 1 de julio de 2014

Somo todas Sissi emperatriz.

Llegamos a Budapest mis otros yo y yo, y si pensábamos que el checo era difícil, no te cuento el húngaro. Debe ser una mezcla de mongol, sánscrito y ruso de los Urales. No pude ni siquiera aprender a decir hola. La gente, amable. Los taxistas, ursos de dos metros y medio de diámetro por cuatro de alto. Meten un poco de miedo, sólo hasta que los conocés. Después meten miedo igual, pero con más simpatía.
Durante años pagaste clases de inglés, para llegar a esta parte de Europa y empezar a hablar con acento alemán. ¡Perdón Miss Any!
Si en República Checa todo te parecía caro por los números que manejan, en Hungría la inflación debe ser del 347% mensual, porque todo cuesta de 2500 para arriba. Los miles de florines se te escurren como agua sucia del Riachuelo entre los dedos.
Bella Buda y bella Pest. Si hablaran en castellano, nos podríamos quedar a vivir acá. Si los carteles de las calles estuviesen escritos en español, también. Sólo me entendí con un policía que me daba indicaciones en húngaro y yo le respondía en castellano. Tuve un dejà vu de una vez que entré a la oficina de mi viejo y estaba discutiendo en yiddish con un chino.
Vamos a la estación de trenes Keleti, que no sabemos qué quiere decir. Por las dudas a cuanto húngaro se nos acerca a ofrecernos algo, le decimos que no. Pero (siempre hay un pero) a mí me toca uno que me pregunta ¿usted tiene ticket de primera clase? Yes, le digo con acento húngaro. Venga conmigo. Y me lleva a la sala VIP de la estación. Divinor total. El  budapestino se va, y vuelve a la hora de entrenarse (léase tomarse el tren). Se lleva la valija y la sube al vagón. Yo feliz de no tener que convertirme en fisicoculturista para levantar mi equipaje. Saco 500 florines de propina (25 pesos argentinos) y me dice: No, eso es poco para mí. Mínimo 1000. ¡Otra que un trapito!
Tren lechero hasta Viena y van…La odisea fue salir de la estación, una pareja de irlandeses y otra de canadienses, decidieron confiar en mi poco sentido de la orientación. Por supuesto, en vez de en la salida de taxis, aparecimos en el andén contrario como si nos volviésemos a Budapest.
Tras media hora de yirar, y preguntarle a los vieneses que tienen cara de masita pasada de fecha, cómo salir de ahí, milagrosamente lo logramos. Y acá volvemos al problema universal. Los taxistas. Llegué a la conclusión de que el gremio de los taxistas está expandido por el mundo entero y más que bien asesorados por el hijo de Moyano. Todos putean, todos corren y frenan de golpe, todos manejan como el culo, y todos te pasean un poco por las dudas. O sea, como en casa.
Si en Buenos Aires no podía levantarme antes de las 10 a.m, no sé cómo hago para estar despierta acá alas 7 de la mañana. Hay que aprovechar ¿vistess?
Como no está mi psiquiatra por estos pagos, me encaminé a la casa del Dr. Sigmund Freud a ver si me daba una sesioncita, a preguntarle si parte de mi mambo con el cuerpo viene de la Emperatriz Elizabeth, alias Sissi. No, andaba ocupado interpretando los sueños de los ángelitos.
Palacio va, palacio viene, y si vuelvo a escuchar un vals de nuevo en mi vida, juro que me explotan los ovarios. O para ponerlo de una manera fina: tengo los valses llenos de ovarios.
Así que procedamos a los pedidos de viajera frecuente.
Quiero que no me mientan más, el Danubio no es azul, es un verde lechoso inmundo.
Quiero volver a idealizar a Sisi emperatriz, ahora que sé que era anoréxica, flor de turra y egoísta. Sáquenme los genes de los Habsburgo, o dénme el cuerpo de Sisi/Nono.
Quiero que se levanten todos los muertos de la cripta de los Capuchinos, y salgan a asustar a los que vienen a visitarlos.
Quiero que la Zächertorte tenga dulce de leche en vez de esa mermelada inmunda.
Quiero un café vienés descafeinado y un strudel de manzana que no engorde.
Y por último quiero encontrarme a la familia Von Trapp y que me canten Edelweiss.
Dank inhern sher por su atención y Auf Wiedersehen, goodbye.


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